Música

jueves, 23 de julio de 2009

"Jo" qué día


Me despierto entre una maraña de sábanas arrugadas.
El calor estival me repugna. Más que en Madrid parece que vivo en el Congo.
Entre sudores desperezo mis agarrotados músculos con una danza parecida al crepitar de las llamas de una hoguera de campamento, o mejor dicho, a un ataque epiléptico provocado por el puto despertador.
¿La 08:00? ¿Qué horas son estas? ¿Estoy de vacaciones y me levanto a las 8:00? Me doy asco. No soy lo suficientemente decidido para buscar un trabajo ni lo suficientemente trabajador para aprobar todo en junio, por eso mis pies se ponen en el suelo en señal de derrota. He de ir a estudiar.
El mismo ritual de siempre. El espejo muestra una cara de agotamiento matutina muy propia de mi. Entro en la ducha y decido hacer caso omiso a la única parte del cuerpo que es capaz de despertarse a la hora sin necesidad de alarma. El agua cae sobre mi alborotado pelo y pronto me cubre por completo como si de una segunda piel se tratara. Todos los días la misma mierda.


Enciendo la radio mientras desayuno (no me apetece volver a ver los capítulos repetidos de ‘El Principe de Bel Air)’ y para colmo, cuatro tertulianos me dan los buenos días con una “ligera” explicación sobre la crisis económica. Genial, Buenos días a vosotros también, majetes.
Me gusta desayunar café con leche y un par de magdalenas. Es sencillo de preparar (ya que las magdalenas están hechas y el café es de sobre), por eso me gusta, si no, probablemente ni desayunaría.
Ahora viene el momento de salir a la calle con los diente limpios y una esperanzadora visión del mundo que hoy afrontaremos, por eso decido plasmarlo en un papel, para enseñaros a todos mi original historia.

La biblioteca está atestada de gente, supongo que muchos como yo, que dignifican sus jornadas vacacionales con apuntes fotocopiados de un colega que a su vez se los dejo a otro colega que dice que el primero sacó muy buenas notas con ellos y que vienen muy bien resumidos. Seguro.

Allí, en ese “antro de dignificación y hombres de provecho” me encuentro con unos amigos que, supongo no habrán analizado tan a fondo su miserable existencia estudiantil a la hora del desayuno y por eso habrán tardado menos en llegar. Me guardan un sitio cerca de una ventana, pero da igual, no hay aire acondicionado y, pese a que Madrid no sea una ciudad costera y que el tipo de clima que aquí se estila es el glaciar, el calor se cuela por el hueco de la ventana para convertir mis apuntes de Hacienda Pública en una tortura peor que las que pueda realizar en Guantánamo nuestro querido Imperio.

Miro el reloj, solo han pasado veinte minutos desde que llegué a la biblioteca y ya me estoy deshaciendo por dentro. Debí haber “evacuado” cuando tuve ocasión en casa. Ahora es demasiado tarde.
Las horas aquí son un infierno, me siento como un soldado de Napoleón pasando su “mejor invierno” en un campo de batalla y escribiendo una carta a un ser querido.

El tiempo de descanso dejó paso a otro par de horas más de estudio, aderezadas con el calor procedente de la calle y las interminables hojas que explicaban la mejor manera de recaudar impuestos para la Administración Pública del Estado. La mejor manera, señores catedráticos, presidentes del gobierno, ministros de vuestros asuntos y demás interesados en la materia, es la que la mafia italiana ha llevado ha cabo durante años en los territorios de Calabría. Esa si que es una buena manera de llenar las arcas públicas y no la de hacernos rellenar todos los años la declaración de la renta.
Mi imaginación ya había descendido los cerros de Úbeda, alunizado en la luna de Valencia y surcado los mares de la Inopia (si es que la inopia tiene mar) para llegar a un nuevo estado de abstracción que solo yo conozco. Así, cuando aterricé de nuevo en mi asiento y miré el reloj, una grata sorpresa inundó mi alma: ya era la hora de irse. ¡Se acabó la jornada estudiantil! Vítores de júbilo por el dios del derecho se apoderaron de mi y si hubiera estado algo menos loco que Calígula, habría saltado entre las mesas de los demás afanosos “trabajadores del seso” para anunciarles la buena nueva. No lo hice.
Ahora comprendo lo que dicen los padres y las madres de todo el mundo cuando sus descendientes se quejan por algo: la vida es dura hijo (y lo cierto es, que qué sabré yo de vidas duras).

Después de comer volvemos al estudio, pero ya no interesa seguir contándolo, por lo que repaso el texto y me echo a llorar.
Al rato me digo que peor sería trabajar en la mina, así que sorbo las lágrimas y calmo mi llanto.
¿A quién le importa todo esto? Es algo tan corriente que debería ser borrado.
De repente me doy cuenta que el papel en el que escrito la historia no existe y que, lo que pensaba estar leyendo era la voz en off de lo que supongo, sea la historia de mi creador.

- ¡Yo no pedí nacer para vivir esta vida! ¡Soy un personaje de ficción, maaacho! ¡Podrías haber hecho que mi vida fuera extraordinaria, y sin embargo me haces estudiar todo el día!
- Vale que estamos en época de crisis, pero tío, dicen que en estos tiempos es cuando se agudiza el ingenio… ¡muy mal eh!

Así que el personaje bajo el dedo que hasta hace un instante apuntaba al cielo, recogió su mochila con apuntes y siguió andando cabizbajo.

En ese mismo instante, el escritor se levantó sigilosamente de la silla, recogió sus cosas y cerró la puerta. Tal vez escribir no fuese lo suyo y aquella interacción con su obra fue la manera de demostrárselo. El caso es que dejó su cuaderno por un tiempo y se fue a estudiar. Mientras miraba al cielo de camino a la biblioteca pensaba:- Anda que, yo tampoco pedí nacer para carecer de ingenio… pero, mejor me callo…