Música

martes, 31 de marzo de 2009

¡Muerte al poeta!


El poeta dijo que no volvería a hablar de amor. Cerró su cuaderno con violencia y abrió una cerveza.
Estaba harto de aquella poesía convencional a la que había dedicado la mayor parte de su tiempo. Decidió en aquel mismo momento que ya no le interesaba.
¡Qué coño ni que poeta! Poeta es una palabra manida por el mundo de los artistas sin arte y de los bohemios con alardes. Odia esa palabra.
Leer un libro que hable de un poeta le produce nauseas. Está tan jodídamente usado ese término que no encuentra originalidad en los textos que lo contienen.
Tiene miedo de haber perdido el tiempo rellenando aquellas estúpidas cuartillas. Todos los sentimientos expresados en sus cuadernos no son ni siquiera verdaderos. Son embellecedores, como los de los automóviles. Su única misión es abrir la puerta hacia un nuevo lugar, ya sea el interior de un coche o el interior de una mujer que se deje seducir por su bonito diseño (en este caso, entendamos diseño como retórica).
No bebe su cerveza con el objetivo de ahogar las penas en alcohol. La bebe porque le agrada su sabor amargo.
–Ahogar mis penas en alcohol, y encima esperar de ese acto alguna solución a mi poca creatividad. Está demasiado visto-.
Se dice a si mismo que odia a los bohemios.

Enciende un cigarrillo, no porque crea que inhalar el humo del tabaco le haga parecer más interesante, sino porque es adicto a la nicotina. Le gustaría dejarlo solo por el hecho de acabar con ese absurdo tópico.

Se está volviendo loco. Ansía sentir lo que pone es sus versos pero no puede. No puede ni volver a abrir el cuaderno de poesía porque hace un momento decidió que ya no le interesaba.

Anda por la calle encogido de frío. Mira a la gente pasar. Los mira fijamente a los ojos. No sabe el por qué de su actitud pero le divierte. Intenta descubrir que se esconde tras esas mentes abrigadas hasta los ojos.

De repente encuentra un billete de 50 euros, lo pisa, hace el gesto de abrocharse los cordones de las zapatillas y lo recoge.
Mira a la gente de nuevo mientras acelera sus pasos. Se ha olvidado de la poesía. Ha encontrado la felicidad material en la calle y eso le reconforta.

FIN

-¿A donde quieres llegar a parar con esto?- Pregunta la profesora de literatura a Felipe.

-Creo que he encontrado la belleza en un billete de papel y, no hay mayor poesía que su tacto en mis manos.-

-¿Crees que te aprobaré si sigues entregando esta mierda de redacciones?-

- Creo demasiado poco en su asignatura como para creer en sus aprobados-

- ¡Fuera de clase!-

El pasado oprime su pecho de repente, como si de una prensa se tratase. Una prensa como la que le gustaría que se usara para fabricar, algún día, millones de obras suyas.

Vuelve a mirar el billete, esta vez tras una esquina, cobijado por si apareciera su dueño.
En un segundo plano, sigue recordando su primera expulsión del aula, sin llegar a ninguna conclusión. Ahora ya no importa demasiado aquella rebeldía juvenil. Ahora solo importa el dinero y la poesía.
Vuelve a enamorarse de los versos y reitera su amor por el dinero una y otra vez. El endecasílabo que una vez consiguió convertirse en premio, le recuerda que, poesía, llevada al plano de concurso literario, puede ser igual a dinero, por eso la ama, porque es su única manera de materializar un arte tan inservible en algo tan útil.
Odia la poesía más que nada en el mundo y, mientras lo hace, vuelve a escribir en su cuaderno versos y versos repletos de enemistad hacía el soporte que lo devuelve a la vida, que le hace regresar al mundo de lo abstracto, que le apea a medio camino entre el agrio sabor de la reflexión y el arduo reflejo de la frustración.

-Amor y odio se entrecruzan en mi camino. Soy un idiota. Esto es lo que he sacado de provecho en una tarde. He bebido cuatro cafés, fumado innumerables cigarros y esta mierda es la que he sacado en claro. Decididamente dejo la escritura. Probaré con otra cosa, no se, tal vez la caligrafía, ya que carezco de creatividad, por lo menos que mi letra sea bonita.-

El poeta dijo que no volvería a hablar de amor. Cerró su cuaderno con violencia y abrió una cerveza. Actuó como si aquella tarde no hubiese existido y quemó el folio en el que había escrito semejantes tonterías.
Paga la cuenta de los cafés e intenta distinguir entre realidad y ficción. Observa que ambas, cuando proceden de él mismo, carecen de interés.
Termina la cerveza de un trago. Corre hasta su casa. Llena la bañera hasta arriba. Saca una cuchilla de afeitar. Se mete desnudo en el agua caliente con el arma de la mano y, cuando concede al narrador una oportunidad para salvar el texto con una muerte, algo bastante más interesante que resto de la historia, lo mira desde su posición de personaje principal y, con una sonrisa maligna, comienza a afeitarse dentro de la ducha.
Entonces es el narrador el que deja de escribir y cierra el cuaderno y abre una cerveza y tira todo por la borda y se cabrea y piensa en que la historia no vale para nada y se va a clase para sentir que por lo menos, ha hecho algo de provecho.

lunes, 23 de marzo de 2009

El café de las delicias


Rememorando unas palabras de Goethe: “Si quieres conocer a alguien, debes ir a su casa”.
No es por ser del todo “maniqueísta” pero, la vida puede ser bonita y puede ser fea. También puede ser interesante y aburrida. No olvidemos que puede carecer de acción y puede ser del todo activa.
Ahora, cuando reviso mi cuaderno de notas, “denoto” cierta vacuidad en todas mis “anotaciones”. Páginas y páginas repletas de pensamientos sin “chicha”, una buena manera de rellenar celulosa para luego, leerla tiempo después y demostrarme que, aunque el maniqueísmo forme parte de mi punto de vista (algo característico de una personalidad débil), encuentro interesante esa manera de no dogmatizar ninguna opinión, por muy propias que sean.
Respecto al asunto de los cuadernos, creo necesaria la imperiosa actividad creativa que nos asiste a todos los que formamos parte del gremio del maniqueo vital.
Escribir y escribir, pensar y pensar sin un objetivo aparente. El fruto de la indecisión es esa dicotomía, la propia indecisión, la purga de reflexiones vacías con ánimo de creatividad frustrada.
-Ernest Bluesky, su café-
Me encanta dar nombres falsos cuando voy al Starbucks, es divertido llamarse Ernest, Arquímedes o El castigador, por un momento. Es una actividad que ya está más que instaurada en estos establecimientos. La gente crea un pseudónimo para que, al recoger su pedido, se sienta por un momento el centro de atención.
Agarro el vaso y vuelvo a mi asiento. Doy un sorbo del brebaje “cafeínico” y coloco mis dedos en la posición de: meñique en la letra A, anular en la S, etc., hasta terminar con el otro meñique en la Ñ.
No comprendo por qué venimos a este lugar a escribir, más bien creo que venimos a exhibir nuestros portátiles Mac y a integrarnos dentro de esta familia de mamíferos que ha cambiado su pluma por una computadora con mucha clase.
Ahora entiendo. A mi alrededor hay 7 personas que como yo, beben café y miran atentos sus pantallas. La creatividad es un café más caro de lo normal y un teclado más plano de lo habitual.
No conozco a ningún escritor que haya cursado clases en la facultad del absurdo empaque y luego haya vendido novelas que rezumen creatividad. No conozco la razón por la que dejé de lado mi mesa de escritorio con mi café casero, para trasladarme a este antro de perversión estilosa. Aquí no hay más que buenos asientos y sentimientos de superioridad. Me gusta.
Creo que Goethe tenía razón hasta cierto punto y creo, que venir a esta cafetería es algo más interesante que visitar la casa de todos estos pobres desdichados (entre los que me incluyo).
Creo que no estoy seguro de creer algo con seguridad, por eso, cuando el camarero me entregó mi café, le respondí absurdamente que en realidad no me llamo Ernest Bluesky, sino otro nombre, y es cierto, ni siquiera fui capaz de decirle mi nombre de pila porque, ni siquiera creo que esa sea la palabra con la que me sienta más identificado cuando alguien me nombra.
Ni siquiera estoy seguro de que Goethe dijera esas palabras y de que las mismas guarden relación con todo lo que escribo mientras que me tomo mi café Starbucks.
¡Ni siquiera traje dinero para pagar la cuenta!
Apago el portátil y lo meto en la bolsa. Doy el último sorbo y empiezo a sudar frías gotas. Bajo las escaleras y me acerco a la puerta con un disimulo tan falso que solo le falta silbidos. En el momento que agarro el pomo, dispuesto a dejar la cuenta pendiente, una mano me toca el hombro. Se me erizan los pelos de la espalda.
-Señor Buesky, se olvida su café-Dice agarrando el vaso.
Es guapa y sabe que no pagué. Hace un gesto con la mano que me dice: “no te preocupes, invito yo”.
Salgo a la calle. Una cámara graba un picado que va girando velozmente, otorgando a la escena una seña de locura.
En vez de agradecerla el pago de mi deuda, sonrío tímidamente y salgo disparado calle arriba. La muchedumbre que inunda la ciudad hacen de barricada pero, mi fiadora consigue alcanzarme y me invita a su casa. No tengo la necesidad de conocerla pero, aun así voy.
Llegamos.Cuando creo que vamos a acostarnos y devolverle de una manera carnal la deuda del café, ella me enseña una foto de su hija muerta y me acuchilla sin pudor alguno. Sangro por dentro pero no tengo heridas externas. La cámara vuelve a girar sobre su cabeza y, cuando quiere darse cuenta, el señor Bluesky ya no narra su historia y se encuentra tirado en el suelo, mordiendo los labios de la fiadora.
No conocía el significado del la palabra elección, así que su “maniqueísmo” le impidió conocer algo de aquella mujer.
Eligió poder tomarse un café y ni siquiera llevó dinero para pagarlo porque como lsdfjoadsfij dsofisdfj BUUUUM!!!
Ahora nada sirve. Ahora todo vale. El perro se comió las brasas de la hoguera.
La cámara mira atenta la escena del polvo y culmina su exposición con un difuminado a negro que da paso a unos créditos que poco tienen que ver con los que pagó la chica por el café.
Ahora, todo se basa en la elección del señor Bluesky y en la locura del desenlace final. Ahora ya no valen los portátiles ultraplanos y los cafés de 3 euros. Ahora solo están los gemidos y las deudas pagadas más que de sobra.

lunes, 2 de marzo de 2009

Abulia o Domingo


Desmontemos una historia. Hoy he vivido.
Vivir, de una manera o de otra, eso no importa. Lo importante es que he vivido.

Esta es una buena forma de sacarle jugo a una jornada insustancial.
El hombre sentado ante el espejo, rezuma aburrimiento por los cuatro costados.
Es difícil sentirse protagonista de una vida que se resume en despertarse, alimentarse, trabajar y ver la televisión.
Analiza su existencia desde una óptica pesimista, que es la que lleva utilizando desde hace varios años.
Tal vez, el hecho de que sea domingo, le ayude a alimentar su pesadumbre con reflexiones de ese estilo. Es normal, a todos nos gusta autoflagelarnos llegado el momento de la autoflagelación.
Ayer salí de fiesta y hoy no me puedo ni mover. Veo el mundo como un sofá junto a una mesa vacía en la que se encuentra la razón de mi existencia.
Ahora que sabemos cuales son sus síntomas, podemos adivinar que la razón de su sinrazón se debe al llamado síndrome postfiesta, muy común en los días de domingo.
Qué hacer, ¿salgo a la calle? ¿leo un libro? ¿molesto a algún amigo con planes que no me interesan?
Comienza a rayar la lista de posibilidades, sin encontrar ninguna que llene el vacío en el que se encuentra.
Si lo peor de todo es que hace un buen día.
Quiere salir a la calle pero no se ve con fuerzas para decantarse por esa opción.
Llegados a este punto, lo mejor (que en verdad es lo peor) es quedarse tumbado en el sofá y esperar a que mañana sea otro día.

El hombre que pasea al perro, fija su mirada en el tercer balcón del cuarto piso de la calle XXXXXXX. Mientras siente los tirones de la correa de su cánido, piensa en la perfecta localización de aquel balcón. Cercano a todos los sitios. Al centro, al parque, buenas vistas, muy completo vamos.
Se pregunta quien vivirá allí.
El perro para y orina junto a un árbol. El reguero que deja en el alcorque es largo y amarillo.
Hace una tarde soleada. Se está bien en la calle. Si no fuera por el chucho, no hubiera salido a pasear mi resaca, pero mereció la pena.

El hombre sentado ante el espejo, sale al balcón a fumar un cigarro. Observa por un momento como un perro que acaba de mear tira de su dueño. Analiza la situación y le parece que tener perro es una buena forma de matar el tiempo.
Exhala el humo del tabaco y aplasta el pitillo contra el cenicero.


Aquí acaba una historia mundana, corriente y… de lo insustancial que parece, me falta un adjetivo para redondear la frase.
Juzguen ustedes mismos el poder de las circunstancias y, si llegados a un punto, “yo soy yo y mi circunstancia” ¿porque ansiamos tener las de los demás? o lo que es más correcto, ¿porque los domingos son tan fatales?